Mis abuelos llegaron en barco a principios del siglo pasado. Nunca volvieron. Acá echaron raíces, para bien o para mal. Pero tampoco dejamos de mirar hacia el puerto.
Como todo porteño descubro mi identidad en la necesidad de negarla. Mi estirpe está del otro lado del océano. Sin embargo, mi desencanto se refleja confusamente orgulloso en las turbias aguas del Río de la Plata. No podría ser de otro modo, Buenos Aires es una ciudad cosmopolita.
Soñamos con el subte de Londres y con los museos de París. Rebautizamos los barrios para que suenen a Nueva York. Leemos en el colectivo, aunque vayamos parados. Nos preocupa mucho qué piensan de nosotros, para definir qué pensamos de los demás. Encuestamos al taxista y el taxista nos encuesta a nosotros. Y somos el eclipse buscándose en el espejo.Tomamos un cafe para leer un diario prestado. Cambiamos el psicoanálisis por el yoga, el yoga por el i-ching y el i-ching por el gimnasio. Nos quejamos mucho. Nos gusta quejarnos.
No esperen encontrar en estas páginas un tributo a Buenos Aires. Eso no sería auténticamente porteño.
Ah... mi Buenos Aires querido, tan suceptible es su destino de furia... que no nos une el amor, sino el espanto... ¡Silencio! un banodoneón a mi derecha, está llorando.