Nunca perseguí la gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.
Antonio Machado
¿Para asustar a los fantasmas, para inmunizar obsesiones, para descuburir lo que debí ser?
No creo en el destino, ni en la reencarnación, ni en en las utopías, ni en el psicoanálisis. Me queda la creatividad humana, simple y misteriosa, como el último refugio de lo sagrado.
Escribo solo para permitirme el error y la carencia. Escribo para buscar el equilibrio y burlarme del aburrimiento.
¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura del azar? Quizá Dios las necesita para la ejecución de Su infinita obra y son hilos de la trama oscura. Quizá la nube sea no menos vana que el hombre que la mira en la mañana. Jorge Luis Borges
De pronto levantó la vista del papel. La miró con esa mirada oscura y penetrante que suelen ostentar las personas que tienen un poder que les queda un par de talles más grande. No alcanzaba a intimidarla, eso es verdad, pero tampoco importa. La intención lo decía todo. Finalmente se dignó a pronunciar la sentencia:
Ella observaba como el empleado municipal sobrevolaba el papel ya amarillento (quizá incluso, por tantos años y tantas miradas). Y analizaba ese gesto soberbio, inquisidor, como si el documento estuviese escrito en alguna desconocida y sospechosa lengua satánica.
No puede ser – dijo ella con forzada humildad - pero ¿por qué? No tiene lógica...
Mmmmno, no está, no está – interrumpió apurado y poco abierto a las preguntas subversivas.
Entonces ella sintió de pronto que la moral, el alma o lo que quiera que nos habita por dentro, rebotaba en su plexo solar y pegaba contra el suelo desnucándose. Meses hacía que estaba preparando aquella documentación. Meses de acumular firmas y redundantes copias. Meses que leía instructivos, seguía consejos y comparaba informaciones. Sintió la extraña experiencia de un desdoblamiento que de tanto disgusto la dejaba hueca como el vacío. Ya no funcionaba el modesto personaje que había interpretado conforme a lograr su objetivo. “La hipocresía nunca da resultado”, pensó, “al final, siempre advierten el truco”. Estaba fuera de su centro. Así que su primera reacción, fue negar lo inevitable. No aceptaría este caprichoso fallo. El documento desbordaba de hermosos sellos. Sellos rojos, sellos azules. Sellos con fechas, sellos con escudos. Sellos redondos, sellos ovalados. Decidió que apelaría. Necesitaba que le acepten ese documento. Había perdido ya tanto tiempo... y usando el único resto de sumisión que le quedaba susurro:
Pero mire, acá está el sello del minist...
No tiene nada que ver – la interrumpió el sujeto que tenía el futuro en las manos – sin el sello de la ciudad esto no tiene validez
Y el “esto” le dolió como una puñalada. Porque un documento podrá ser un papel, pero a veces, conseguirlo demanda gran esfuerzo. De pronto, la habitación que antes le había parecido austera, algo informal y desgastada por el roce de los que en igual situación que ella hacían uso de las instalaciones, se torno pobre, de pésimo gusto y mugrienta. Y casi podría haber dicho asfixiante. Todo había salido mal. Pero bueno, decidió de todas formas respirar profundamente con el predecible objetivo de conservar la calma (aunque cada vez le resultaba más difícil):
Yo creo que debe ser un error. No tiene sentido... ¿qué puede ser más importante que el sello del minist....
¡Los del ministerio no saben nada! - interrumpió el sujeto que ya empezaba a perder la paciencia ante la obstinada señora que buscaba la lógica en donde solo había reglas... Sin embargo ahí fue justo cuando el burócrata aflojó un poco el tono. Porque en algún punto el inflexible funcionario comenzó a desarmarse ante la mirada de decepción que había salido al cruce, y que apresuradamente decodificó como “tristeza” - No se enoje señora, es así...
Y ahí fue cuando ella creyó verla. Parecía una especie de cortina de acero que caía disimulamente desde el techo para cerrar puertas y ventanas. El bloqueo se amparaba mentiroso en el doble discurso de los instructivos ofrecidos con amabilidad. Era cierto lo que le habían dicho. La cortina podría ser inmaterial pero era tan real como los rayos X. Estaba allí, y la dejaba afuera. No solo la construían las palabras del funcionario... sino que podía sentirla como se sienten las cosas que no tienen palabras. Y todo por un sello.
Ahí nomás se marchó a paso apresurado a la calle. Se tiró en el primer taxi que encontró y le dijo al conductor que la llevara rápido al centro. Necesitaba cruzar toda la ciudad, el viaje sería largo. Tenía ganas de llorar, pero la decepción se lo impedía. Si era cierto que faltaba un absurdo sello en sus documentos, debería aprovechar un momento de ira irracional para conseguirlo. Si se detenía a reflexionar, tiraría la toalla. Optó por tranquilizarse y abrió la carpeta para revisar los papeles. En efecto, todos los otros documentos tenían el sello de la ciudad... y el papel rechazado no lo tenía. Era difícil darse cuenta. Pensó que el triste funcionario debería haber tenido muy entrenada la vista para advertir que, en el infinito laberinto de líneas y colores de del heterogéneo sellado faltaba un pequeño cuadrilátero irrelevante. Era como el juego de las siete diferencias. Un ejercicio carente de significado, pero que demandaba una destreza visual notable.
Afuera el tráfico aterrorizaba. El ruido inducía somnoliencia. El taxista dijo algo de una protesta, pero ella tenía la cabeza en otra parte. O mejor dicho tenía una suerte de jaqueca que la situaba en una frecuencia incompatible con la realidad. Había madrugado sin desayunar y ya avanzaban las horas de la tarde. Estaba agotada y el cuerpo se lo recordaba. Y en ese estado creyó reconocer una fila de figuras geométricas que se perdía en el horizonte trazando formas caprichosas que se plegaban absurdamente sobre sí mismas. Todo sucedía sobre un plano tan abstracto y axiomático cual sueño euclidiano. Pero el plano era también un documento infinito que con meticulosa prolijidad comenzaba a disponerse misteriosamente en forma de círculo perfecto. Las líneas de los múltiples sellos de colores se ubicaban simétricamente siguiendo el caprichoso diseño de un mandala etéreo y bidimensional en el cual, inexplicablemente, ella era el absurdo centro. La sensación resultaba más que angustiante y motivó en ella el deseo irresistible de huir. Pero sentía que su huída dejaría un agujero que necesariamente debería completarse... o el mandala colpasaría aniquilando el mismísimo universo. Bueno, quizá no tanto, aunque sin embargo, suficiente como para agustiarse bastante. Entonces fue cuando sintió el golpe sobre la frente.
Perfecto. Había descubierto la insospechada utilidad de las frenadas bruscas: despertarnos de las pesadillas. Cruzó rápidamente la calle. No se atrevía a mirar las baldosas o todo lo que se le antojaba parecido a un sello. Tampoco las entramadas rejas de las casas antiguas, ni siquiera las patentes de los automóviles con sus indescifrables códigos numéricos. La pesadilla del infierno plano de los burócratas aún permanecía al acecho en su memoria y no se atrevía a desafiar su claro mensaje.
Localizó el despacho y desplegó los documentos. En efecto, faltaba el sello de la ciudad. El diagnóstico de este nuevo funcionario coincidía maravillosamente con la sentencia anterior. Experimentó una gratificante sensación de alivio. Estaba en camino. Observó risueña que este segundo empelado municipal identificaba primero el sello del ministerio. La intuición que había sostenido respecto a la importancia decisiva del sello del ministerio no estaba tan errada a fin de cuentas. Eso volvió a gratificarla. Comenzaba a sospechar una caricatura de lógica en los entramados de la burocracia. Luego, el funcionario público buscó resuelto en esa suerte de calesita en donde se guardan esas curiosas herramientas de trabajo que son los preciados sellos y tomó uno cualquiera (1) y lo empapó de un jugoso y nutritivo tinte negro para estamparlo seguida y violentamente sobre el papel.
De pronto, el disgusto y las pesadillas se habían aniquilado por arte de magia. Y ella sintió una voluptuosa catarata de endorfinas que la llevaba al éxtasis. Esta felicidad era con toda seguridad tan absurda como su ira anterior. Tan absurda como su falsa amabilidad o su excesiva preocupación. Tan absurda como pretender deducir alguna lógica sensata en el sistema de legalizaciones. Pero el punto es, a fin de cuentas, que el último sello había completado ese rompecabezas incomprensible. El documento se veía Perfecto ahora, simplemente, porque estaban todas las piezas. El sistema las hacía encajar y el rompecabezas funcionaba. El mándala tenía centro y ella podía apartarse de él. Había hallado la contraseña que abría la cortina de acero inmaterial. Estaba a salvo. Entonces lo llevó orgullosa ante el meticuloso empleado que antes la había rechazado categóricamente. Finalmente le dejó el documento en sus manos.
Un cambio sutil en la mirada del primer funcionario le decía que había superado la prueba. El despacho opresivo volvía a ser una austera oficina pública. Ahora podía considerarse una iniciada aunque con todo, el éxito no le alcanzaba para cambiar su parecer: la burocracia, se le antojaba una suerte de locura ajena a toda lógica. Algo así como un culto secreto cuyos rituales han perdido el sentido que los originó, allá por el amanecer de los tiempos. Más no quedaba otra que rendirse inexorablemente a esa extraña religión, que no demandaba más conversión que la sumisión y la perseverancia. Ahora lo tenía claro. Como el amor, la burocracia no podría explicarse a través de la razón porque a fin de cuentas, también era un mero acto de fe. Amén.
Graciela Paula
(1) A la protagonista le pareció al azar, pero la que suscribe, relatora omnisciente de esta historia, puede dar fe: los sellos no eran todos iguales, la prueba obra en el recuerdo de la autora.
A Alejandra, mi amiga de la infancia, alguien que puede testimoniar con honestidad, que alguna vez, he sido niña.
... Una persona ha gozado de la vista durante treinta años ha adquirido un perfecto conocimiento de toda clase de colores, excepto de un determinado matiz de azul, que nunca ha tenido ocasión de ver. Si se le presenta todos los matices de ese color, excepto el mencionado, en una escala que descienda gradualmente del más oscuro al más claro, es evidente que percibirá un vacío allí donde falta ese matiz, y advertirá que en ese lugar una distancia mayor que la existe entre los demás colores contiguos. Entonces me pregunto si es posible para él suplir esa deficiencia con su propia imaginación.
Hume, Tratado de la Naturaleza humana
El lunes empiezan las clases. Ya lo sé, tengo esa cosa tribal y primitiva de sentir que un cuaderno en blanco te permite empezar con el karma blanqueado, como si todo fuese susceptible de corrección. Como si no existiese entre los humanos esa predisposición innata a cometer los mismos errores y a tropezar con piedras tan parecidas que hasta me atrevería a sugerir que no son iguales, sino las mismas. Creo que, en definitiva, es por eso que vivo este instante anual con un entusiasmo precioso, como una fiesta, una primavera otoñal, una víspera excitante. Y no importa que hace años que haya dejado de ver la escuela con ojos de niña. Vuelvo a vivir esa ansiedad a través de mis hijos. El momento vuelve a mí, como si fuera ayer. Una memoria emotiva se apoderara de mi mente y atraviesa sin escrúpulos las fronteras del espacio y del tiempo. Las emociones se entrelazan, se confunden. Soy la que soy y la que era también.
Así es mi ánimo en estos días. Me atraviesa un optimismo inusual, alentado por una mañana lluviosa que refresca mis tormentos. Estamos con el tema de los útiles escolares para mis hijos. La lista, como es habitual, es tan larga y exuberante que desborda el más generoso presupuesto. La decisión familiar entonces, inspirada en los más austeros ideales, emitió un decreto de necesidad y urgencia: reciclaríamos los sobrantes del año anterior... a fin de cuentas, era hacer lo que se hacía en otras épocas. Aquellos tiempos en los que no existían los útiles de merchandising, los portafolios se fabricaban en cuero (y duraban toda la primaria), los libros podían comprarse usados y una fotocopiadora era un recurso de ciencia ficción (claro, no existía). Sólo era cuestión de organizarse: revisar cajones, mochilas y lapiceros. Sin embargo, el desafío más intenso sería sin duda el de analizar detenidamente el material acumulado caóticamente en una lata en donde guardamos los lápices de colores sueltos que, huérfanos, solitarios o sobrevivientes habían llegado ahí desde las más variadas cajas de todos los tiempos. En esa lata abollada coexistían así, lápices de diversas estirpes: alemanes de los que vienen en esas lujosas cajitas de metálicas con paisajes de ensueño y que probablemente fueron comprados en algún free-shop cuando los tiempos eran más prósperos, los mutilados, con la mina partida de tanto caer al suelo, los ásperos, quizá hasta con la madera humedecida, los económicos made-in-china, tal vez comprados de apuro en un “todo-por-dos-pesos”, y los otros, sensiblemente blandos casi derretidos... hasta también algún fabuloso acuarelable que vaya a saber uno cómo llegó a ese depósito masivo y anónimo. Y mientras nos perdíamos en esa galaxia olor-a-madera-de-colores-brillantes, desembarcó en mi mente el recuerdo de ese tesoro único y deseado que alguna vez fue norma absoluta de mi parámetro de belleza infantil. Parámetro que me alejaba de los estereotipos y me acercaba a las excentricidades. Tesoro que sin saberlo, dejaría su huella en mi modesta historia personal.
Ya pasaron treinta años. Un suspiro, quizá. Pero parecen siglos. Que raro. Siento que los recuerdos se convocan en un solo punto y me llevan otra vez a esa sensación única. Ah... como olvidar a mi querido colegio, el lugar en donde se abrieron las ventanas del universo. Eran, creo, los primeros días del segundo grado, yo había hecho lazos con Alejandra, que también era nueva, como yo. Y en eso estábamos, compartiendo el banco y construyendo una amistad infantil llena de juegos creativos, ingenuas rivalidades y alianzas secretas. Era una época en la que marzo era todavía un mes fresco, se aprendía a leer por fonemas, sólo podía subrayarse con azul y no existían los borratintas. El papel secante era un clásico de rigor. Y ese contexto, vuelvo a verla ahí, sobre el banco de fórmica verde, la cartuchera de Ale ¿era de madera?. Me asalta la imagen de sus lápices de colores. Los recuerdo gastados. A lo mejor no era así, quien sabe. La memoria está llena de trampas. Alejandra no quería usar los lápices largos para que no se le gastaran. Esto podría juzgarse de mezquino hoy en día, pero era algo normal por entonces. Todo el mundo cuidaba mucho los útiles escolares, eran objetos preciosos, que de alguna forma hacían a tu prestigio. Pero eso no importa ahora. La cuestión era que entre todos esos los lápices, cortos o largos, había uno solo que era diferente a todos los demás. No era un lápiz nuevo. Estaba empequeñecido por el uso. No tenía marca, era absolutamente desconocido, sin historia. Pero tenía, sin ninguna duda, una dignidad especial. Es que era el más bello de los lápices. No sabíamos de dónde había venido ni como había llegado a la cartuchera de mi amiga semejante joya. Pero existía ahí. Y vuelve a existir hoy en mi recuerdo.
El punto es que el lápiz en cuestión tenía un color extravagante, ¿tal vez a mitad de camino entre el turquesa y el lila? Nunca nos poníamos de acuerdo para definirlo. No formaba parte del universo conocido. En ninguna caja de lápices había uno igual. Por lo menos que nosotras supiéramos. Podríamos haber jurado eso ante el mismísimo demonio. Y así fue que un día decidimos que ese lápiz merecía un nombre que le fuera propio y acordamos, descriptivamente, llamarlo “el Lindo” a secas. El Lindo era usado entonces para pintar detalles. Alguna filigrana en el borde del cuaderno, alguna flor, una línea que se rebelaba contra el azul reglamentario de los subrayados homogeneizados. Siempre poquito, había que economizarlo. Lo bueno, si breve dos veces bueno. Era el lujo de la calidad, el gusto por lo extraordinario, la celebración de la belleza.
A veces otras chicas se acercaban a preguntar por El Lindo. Pero no se prestaba así nomás. No era un color para cualquiera. Eso no se discutía. Con Alejandra decidíamos de reojo si prestábamos el Lindo o no. Había que ganárselo. Y así, llegó un momento en que el Lindo pasó a ser una celebridad dentro del aula ¿qué digo del aula? Llegaban chicas de otros grados a preguntar por él. Pero el Lindo no se mostraba así tan fácil. Había que cuidarlo. Era parte del pacto que fundaba nuestra amistad con Alejandra. Porque nosotras sabíamos bien que el Lindo tenía lo que no tenía ningún otro lápiz. No tenía duplicado. Por supuesto, utilizar el Lindo era, para empezar, una garantía de buen augurio. Ni hablar de comenzar el cuaderno con una carátula que tuviera algo pintado con el Lindo. La memoria distorsiona, puede ser, lo reconozco. Pero seguramente así fue como lentamente la fama del Lindo creció hasta alcanzar la dimensión de una leyenda y la magia de un amuleto.
Después, inevitablemente, transcurrieron los años de la primaria en la que los trazos del Lindo se repartieron entre fantasiosas ilustraciones de composiciones escolares, hasta esas prolijas y previsibles líneas trazadas con reglas de madera. Me pregunto cuándo empezó a declinar la influencia del Lindo. ¿Por qué será que siempre recordamos el amanecer y se nos desdibujan los ocasos? Ahora que lo evoco, sospecho que el poder del Lindo, tuvo que comenzar a diluirse probablemente entre los dibujos de los primeros corazones flechados. Sí, debió haber sido en esa encrucijada temporal que anuncia sin mucho trámite el colapso de la infancia.
Me gustan las artes plásticas. Tengo una fascinación especial con el color. Prefiero el Impresionismo al Barroco, es más fuerte que yo. Así es que he disfrutado de muchos colores en la vida. Estuve en el MoMA, y en el Prado. Bueno, también en el Malba. Ví minaretes en el horizonte en Estambul, en el desierto del Turkestán y no me privé de las soledades patagónicas. Tampoco me faltó el Gran Cañón del Colorado ni los témpanos sobre el majestuoso Lago Argentino. Ni los campos sembrados desde un avión, ni los fuegos artificiales del nuevo milenio. No sé si la variedad me confunde pero nunca más he vuelto a saber del Lindo. Excepto alguna charla nostálgica, allá por la secundaria, en el que recordábamos los viejos tiempos: ¿te acordás del Lindo?. ¿Cómo olvidar ese lápiz estrella que nos hacía diferentes? Pero nada más. Nada que me ayude a reconstruir este recuerdo de manera más precisa.
Y ahora que reviso la enorme la lata de lápices de mis hijos, sé que busco (como siempre he buscado) ese color divino, el talismán de mis años escolares. Sospecho que lo que anhelo es esa esencia que me protegía con su exclusividad y belleza. Esa magia de transformar lo ordinario en brillante. Pero mi memoria emula la tabla rasa que postuló Hume. Ya no puedo identificar el matiz exacto del Lindo entre la gama de colores que tengo en nuestra lata de lápices huérfanos. Ya no puedo evocarlo. No encuentro esa sugerencia intransferible cercana el cielo y al mar, pero también al abismo y a la montaña. ¿A lo mejor lo tengo ahí y ya no puedo sentirlo? O quizá ese color es otro. Pienso que tal vez el Lindo desapareció del universo cuando la infancia nos dejó a la deriva. ¿Por qué seguir buscándolo? Tal vez mis hijos no lo necesiten en realidad. Lo más seguro es que ellos sabrán encontrar sus propias piedras filosofales.
Igual, voy a mandarle esta tarde un e-mail a Alejandra. A lo mejor ella sí se acuerda bien del matiz exacto que tenía el Lindo.
Graciela Paula
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Julio Cortazar, Instrucciones Para subir una escalera
Soy uno entre tantos otros, pero por alguna razón que me es vedada creo ser diferente. Así como los humanos afirman con certeza su superioridad respecto de otras especies, yo poseo también la clara convicción de la conciencia individual. Aunque lo sé, porque lo he vivido, la seguridad es sólo una ilusión de la soberbia.
Pero no quisiera perderme por las escaleras, vamos a lo cierto: sé que estoy desgastado por el peso de los años, por el énfasis de las pisadas. ¿Cuánta gente habrá pisado sobre mí? No estaba errada la sentencia del filósofo oscuro: nadie ha de subir dos veces la misma escalinata. En efecto, hasta mi figura se ha deteriorado. Una irregular y cóncava curva delata los incontables pasos que soportó mi existencia. Mi semblante, que alguna vez fue inmaculado y brillante, muestra es hoy de la irreversibilidad de la erosión. Ya no exhibo aquellas líneas rectas y perfectas de la edad de oro que tanto enorgullecieron a mis constructores. Mi superficie es tan porosa ahora que es sólo una opaca sombra que lo que alguna vez fue. Tanto que por ello, intuyo, me han cubierto púdicamente. ¿Acaso la desnudez no es un lujo de la juventud?
He pensado muchas veces que no importa ser el último o el primero. No sé cuántos somos en total ni que lugar ocupo en la cadena de escalones sucesivos: desde aquí solo puedo ver al que me precede y al que me sigue. ¿Será una metáfora que pretende acercarme a la comprensión de la vida humana?
¡Santos Peldaños! No puedo más que hablar conmigo mismo y hacer preguntas que nadie responde. Hoy escucho voces en una lengua que ya no puedo reconocer. Me desconcierta esta atmósfera profana. Mi memoria retrocede a menudo y, cosas de la vejez, más clara es cuanto más distante. Fui creado hace tanto tiempo que he perdido la cuenta. Solo sé que estoy desde la fundación, o al menos, desde los primeros días. Evoco emotivamente a las sacerdotisas que llegaban con frecuencia bajo la luz de la luna para comenzar el culto. Aún recuerdo esa antigua lengua que quizá se ha perdido para siempre. Si éstas voces vacías y desordenadas que escucho ahora cedieran, quizá podría aun concentrarme lo suficiente como para sentir el protector roce de aquellas túnicas blancas, los pies descalzos y los aromas secretos de las primeras ofrendas. Rememoro el eco especial de esos días, y esa fuerza sobrenatural que otorgaba a la Palabra un significado mágico y único: sobrenatural.
Al principio no eran muchos, pero eso fue cambiando. Recuerdo que construyeron un habitáculo en el altar. Vi cargar los lujosos materiales, traídos quien sabe de qué preciosos lugares que nunca conoceré. Y allí colocaron luego los Textos Sagrados que alguien recitaba en voz alta para el regocijo de la multitud. Un tiempo después, el templo resultó muy pequeño. El culto se realizaba varias veces al día. Incluso a media noche. Las luces de las lámparas reflejaban sombras, y eran, supuse, seres absolutamente espirituales, abandonados a la devoción. Y el rito, se diluía entre vagos rumores embriagadores.
Con el tiempo aquellas ceremonias se hicieron más sofisticadas y hasta elegantes. Aumentaban los adornos en las austeras túnicas blancas y ya no se sentía el calor del pie descalzo. Llegaban con honores autoridades de la ciudad y participaban del rito. Y con todo ello, algo comenzó a cambiar drásticamente. En algún punto el templo no resultó a la altura de tan prestigiosos feligreses. Y entonces llegó la época de las remodelaciones. Recuerdo cuando le dieron al templo las enormes dimensiones que lo distinguieron de cualquier otro en su tiempo: primero el ala derecha, luego la izquierda. Luego las torres, y los bellísimos cristales. Ni los dioses podrían saber cuántas horas invirtieron varias generaciones de albañiles para concluir la obra. Cada piedra, cada cristal, cada baldosa: una ofrenda, un sacrificio, un anhelo. Años de eterna labor. Años de trabajo incalculable.
¿Qué son esas luces que parecen rayos rebotando contra el muro que duelen y confunden? Qué extraños me resultan estos nuevos ritos. Ay, si pudiera volver a vivir esa Edad de Oro en la que aún comprendía el universo...
En fin, nada que hacer. No hay brillo que pueda compararse al esplendor del templo en la Edad Dorada. Imposible olvidar su belleza en la ceremonia inaugural. Los lujosos calzados acariciaban mi superficie todavía joven. Los aromas sagrados y aquella música celestial tenían la sugestiva capacidad de conmover hasta al más escéptico. Evoco con especial énfasis aquel entorno embriagante que rebotando sobre los flamantes cristales , reflejaba tenues y poéticas sombras de plenilunio.
Promediaba la sensual celebración cuando el muro lateral se derrumbó violentamente luego de una furia indescriptible que sacudiendo el suelo nerviosamente, mutó la atmósfera del templo, del éxtasis al terror en una leve fracción de segundo. Entonces sentí correr a la multitud. Pisadas apuradas, superpuestas, desordenadas, apretadas. Aprendí aquella vez, bajo los golpes desesperados, que el instinto de supervivencia actúa de forma contraria a la razón. Así acabaron para siempre los buenos tiempos: pensé por entonces que los dioses habían castigado a los hombres por tanta belleza.
Luego, sobrevino el silencio y la oscuridad. Me pregunté muchas veces qué habría sido de esas almas masacradas por la ira de los dioses. ¿Qué suerte de sacrificio había presenciado? ¿Algún Otro Mundo los habría acogido en su morada ultraterrena?
Y en ese tipo de meditaciones me embarcaba simplemente porque bajo los escombros el aburrimiento era interminable y amenazaba con eternidad. Imposible detectar el categórico paso de los días y de las noches. Infinito tedio que solo se quebró aquella milagrosa mañana de primavera en que otra vez volví a sentir la cálida caricia de la vida que rozaba mi fría superficie. Sospeché por eso que los dioses habían dado por concluida la condena y fui testigo privilegiado de un nuevo renacer.
El movimiento se sentía otra vez y yo podía disfrutarlo con la serenidad de la madurez. No solo en las pisadas, sino en el rumor de un nuevo credo. La energía no se pierde, siempre se transforma. Y aunque éstos ministros religiosos me resultaban menos atractivos que las sacerdotisas de túnicas blancas, apreciaba la manifestación del cambio aire. Sin embargo, las nuevas pisadas no me conmovían como las de antaño. Y tampoco volví a escuchar aquella música sobrenatural. Ahora, las figuras color sepia poblaban las paredes que se remodelaban, tras el lento y perseverante trabajo de habilidosos artesanos, ésta vez para reconstruir los destrozos de la fuerza telúrica. Recuerdo el sonido monótono de las herramientas, en sintonía con los cánticos sagrados y los ecos solemnes de los nuevos creyentes. Los dioses habrían cambiado mucho para que sus fieles lucieran ahora tan ascéticos y medidos.
Fue por aquel período cuando llegaron esos curiosos peregrinos, almas cuyas pisadas narraban historias de países lejanos y de caminos exóticos. Pies descalzos y heridos. Pies devotos y austeros. Y con ellos supongo, fueron arribando también las imágenes de los dioses que subidas en andas homenajeaban las sugestivas hazañas de una Edad de Oro cuya existencia no abandona nunca el presente. Y así el tiempo transcurrió bajo el esplendor de los cánticos monocordes, las leyendas de tierras distantes, y esas imágenes talladas en madera que tenían la osadía de imitar a los dioses. Era el cénit de un nuevo esplendor. Y con él, el protagonismo del templo que una vez más era más que los dioses mismos.
El hombre es el único animal que dos veces tropieza con el mismo escalón. Al final, el ciclo otra vez pareció agotarse y fue cuando llegó la guerra. Otra vez el templo volvió a derrumbarse, pero ya no se trataba de terremotos: la furia de los dioses utilizaba ahora armas mucho más sutiles. Si los adoradores de imágenes tenían enemigos o si fueron ellos mismos los que se enfrentaron entre sí, es difícil de saberlo. En los conflictos suele suceder que ambos tienen razón o ninguno la tiene (1). El punto es que en honor de cultos abstractos e intelectuales, no tardó en correr sangre por mi superficie. El fluido rojo y humeante me llevó comprender como funcionan las ambiciones humanas.
Cuando las luchas menguaron, los adoradores de imágenes habían sido diezmados. El fuego purificador acabó con las adornadas figuras de madera, las cenizas todavía tibias acariciaron mi superficie como chispas resignadas. Pero el incendio no pudo con la estructura central de templo. O los dioses existían en verdad y habían planeado protegerme o la edificación era realmente prodigiosa. Aunque de todas formas, he de reconocerlo, el deterioro debe haber sido notable. Así creí deducirlo de las ráfagas frescas que se filtraban por los cristales ausentes o el agua gélida que burlaba las grietas. Ya comenzaba mi vejez y con ella, mi desgaste y añoranza de los viejos tiempos. Comencé a sospechar que los acontecimientos obedecían a algún misterio cíclico y por lo tanto, comenzaba a asustarme, o lo que es peor, a aburrirme irreversiblemente y sin esperanza alguna.
Es difícil contar lo que sigue, la monotonía aniliquila los recuerdos. Tras una larga etapa de silencio y abandono, creo que llegaron otra vez nuevos sacerdotes. Y fueron ellos los que colocaron sobre mí ésta suave alfombra. Ya no tuve más frío. Me siento protegido y arropado. Pero no puedo ahora sentir con claridad, aquel calor de las pisadas que describía el universo. Desde entonces, calculo, todo me resulta indiferente, una suerte de letargo me adormece en mi decadencia y me lleva a vivir eternamente el recuerdo idealizado de los tiempos antiguos.
“El Gran Templo fue reducido a ruinas después de las batallas religiosas” explicaba la guía.“Se calcula que estuvo abandonado por más de cinco siglos. El gobierno de la Revolución, como no podía ser de otro modo” y agregó enfatizando con una sospechosa sonrisa“lo transformó en este espléndido Museo.... Sí Señor, puede tomar fotografías” aclaró la atractiva guía ante una pregunta gestual del turista japonés. “A mi derecha pueden ver también..... ¡Cuidado con el escalón, Señora!”.
Graciela Paula
(1) La idea no es original: “Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen”. JLB, Fragmentos de un Evangelio apócrifo.