Subí a las apuradas, llegaba tarde, como siempre, pero el recorrido era breve. En los comentarios climáticos de rigor, comentamos que el tiempo estaba loco, como siempre. Porque frío era el de antes, ahora los inviernos de Buenos Aires ya no parecen inviernos. Y los otoños son un verano tardío. Porque estábamos en abril y aunque la mañana había asomado fresca, hacía calor. “Sí, salí demasiado abrigada”, dije y me saqué el pullover rojo que me estaba asfixiando.
Era ya mitad de camino. En las escasas cuadras que nos quedaban, me contó que él también salía con cualquier ropa a la mañana, es que se complicaba mucho el asunto de la ropa desde que su mujer había muerto dos años atrás ¡cuánto la extrañaba! Todavía no lograba organizarse con sus hijos, con las cosas de la casa... porque hasta la ropa tenía que mandar a arreglar a una costuerara ¡qué difícil quedarse solo! Ah... las mujeres se ocupan de todo. La casa sin la mujer... que complicado.
“Yo no sé coser”, confesé entre reflexiva y avergonzada. En realidad me sentía un poco turbada, porque me había parecido que el taxista buscaba homenajear a toda mujer con su comentario (en lo cual me incluía) y yo no me sentía a la altura de semejante elogio. “En casa andamos siempre con la ropa medio descosida”, me sonreí, a modo de disculpa. Y entonces fue que llegamos, quizá antes de que la conversación declinara espontáneamente. Coincidimos al despedirnos en que las mujeres de ahora no saben coser. Y me bajé tan apurada como subí, pensando en el taxista viudo, que redescubría una vez más a su esposa en el contraste confuso de mi sinceridad y mi asumida incompetencia.